El sentido de mi memoria

En el exterior del vagón, la humedad que siento no es la mía. Aire seco, frío, aunque llueve. Huele a ciudad y asfalto, a aire acondicionado y a diésel de las máquinas. El olor a bollería de cafetería subterránea y cafés calientes en vasos de cartón enmascaran un artificial ambiente. Desde su silencio, la ciudad me suena, aunque la suya ya no es mi melodía. He retrocedido diez años y estoy en Atocha.

Un chorro de aire cálido, seco, metálico, me golpea la cara cuando desciendo los escalones y, por arte de magia, me vuelvo a ver con una adolescente carpeta de apuntes en mis manos, como hace 25 años. Ciudad universitaria, Alvarado, Estrecho, Tetuán y Cuatro Caminos, canta una voz femenina y mecánica. Las personas se esconden en las pantallas de sus móviles, tal y como hace años nos escondíamos nosotros entre las páginas de nuestros libros. Pocos leen, ninguno observa. Sólo yo. La historia ya la conocen. El metro es otra máquina del tiempo.

Camino por las calles con el paraguas abierto, aunque ya no llueva. No reparo en ello, distraído en los detalles. Turistas japoneses se fotografían en el parking de un estadio, mientras un mendigo con camisa de Ralph Lauren pide algo para comer. En el semáforo, un Porsche Cayenne acelera.

Terrazas desiertas y los camareros, fumando en los portales, esperan su siguiente presa. Clientes abonados a la penúltima copa de vino sostienen las efímeras barras de diseño, mientras la vida líquida y silenciosa les adelanta por la derecha. En la M30, un aprendiz de río ya no huele a río, sino a túnel, a atasco, a tubos de escape y aceite de scooter mal quemado. Humo.

Mi realidad me golpea en Ciudad Real. El olor de mi coche me devuelve, poco a poco, a mi perra, a mi sudor y a mi sal. En Jaén vuelven los olivos, y el fuerte aroma de su zumo me acompaña hasta Granada, donde el frío cortante de Sierra Nevada se cuela impertinente en el habitáculo.

Pongo la calefacción un rato, pero debo quitarla cuando las luces del puerto de Málaga iluminan como un faro el último tramo de camino a casa. Bajo las ventanillas, reduzco a 80, el frío ya no importa, ni me importa tardar más. Qué luna más bonita, tecleo furtivamente y envío tres mensajes. El olor a mar ya no me dejará en mis últimos 150 kilómetros, si la puñetera refinería de la bahía no hace de las suyas. Por suerte llueve, esta noche los malos humos duermen, empapados, barnizando un suelo que brilla. Tan sólo olor a lluvia, a algas y a un mar revuelto.

Apago el contacto. Abro la puerta y sale Rita, que me mancha con sus patas. La he despertado. Dentro, aún huele al bizcocho que hice anoche. Estoy en casa.

Qué más da si he querido comprar billete o no, el sentido del olfato supone inesperados saltos al desván de mi memoria.