Cuando visité Notre Dame de París hace 27 años.

Fue en 1992, aprovechando la visita que hice a la inauguración de Euro Disney, cuando tuve la oportunidad de visitar esta joya. Antes, como buen turista, paseé en "Bateau Mouche" por las aguas del Sena, me enamoré del "Sacré Cœur" y de sus vistas sobre la ciudad, paseé por los Campos Elíseos, el Louvre, el Museo D´Orsay, El Campo de Marte, La Torre Eiffel, el Arco del Triunfo, los inválidos y el barrio de Montmartre, donde me alojé en un pequeño y bohemio hotel. Por aquel entonces todavía no existía Amelié ni Disney había hecho su Jorobado.

Era la primera vez que estaba en París y me pareció todo un gran decorado. Al llegar al la ile dela cite, cruzando el pont neuf hasta llegar al kilómetro cero justo enfrente de la catedral, todo parecía seguir el mismo guión. Pero no fue así.

Me encontré ante una fachada de la catedral que se me antojó rechoncha, chata y baja; hasta fea en comparación con las catedrales que había visitado en España. Me parecía más baja que la de Toledo, más fea que la de Segovia, más oscura que la de León y menos monumental que la de Palma de Mallorca. Menos artística que la de Sevilla y aún menos original que la de Córdoba... Mucho más pequeña que la de Colonia, en Alemania, y menos grandiosa que la de San Pedro, en el Vaticano.

Durante la visita guiada explicaron los defectos del diseño original, los problemas de iluminación y como el pueblo tuvo que romper en ocasiones los rosetones laterales para que entrara luz suficiente, ya que la anchura de las galerías laterales no permitían que la iluminación llegara hasta la nave central. Explicaron cómo tuvieron que añadir arbotante tras arbotante para lograr estabilidad, altura y solidez a la estructura que, desde dentro, se me antojaba cada vez imponente. Su historia a través de siglos me dejo abrumado.

No alcancé a escuchar el órgano en funcionamiento, a subir a ninguna de las torres ni a ver las famosas gárgolas, pero la visita en sí resultó sobrecogedora. Uno de esos momentos que se te quedan grabados en vida, como la primera vez que vas a Santiago o a Roma, a la Alhambra, a la Giralda o a la Mezquita de Córdoba. De las que he tenido la suerte de visitar solamente dos catedrales me han impresionado más: La de León, con sus impresionantes vidrieras y su aparente fragilidad, y la de Colonia, por sus dimensiones descomunales.

Todo mi cariño hacia París y el pueblo francés, que con seguridad lograrán reconstruir y devolver todo su esplendor a esta joya del arte, de la arquitectura y de la cultura, patrimonio de la humanidad.