La hora del lubricán es ese momento en que el crepúsculo ya termina, las formas se confunden con sus sombras y, literalmente, no es posible distinguir si la silueta que se mueve ante el observador es un lobo o un perro. Es la hora lóbrega en que los lobos empiezan a merodear y los rebaños ya deben estar guardados. Lo decía Salvador Teruelo, pastor de ovejas de la sierra de la Cabrera Alta, León, en su libro Los lobos de Morla, una de las mejores obras escritas sobre este animal: El eco de su ahullido (sic) a través de las rocosas montañas causa verdadero estupor en el pastor que en plena noche busca el ganado perdido de su rebaño. Es una temeridad salir solitariamente en noches tempestuosas a los montes por donde transitan los rebaños; se expone uno a enfrentarse con los lobos con el riesgo de que mientras el hombre, y aun los perros, pierden ánimo en la noche, el lobo lo recobra, como si la noche hubiera sido hecha solamente para ellos.
Quien haya escuchado el aullido del lobo romper el silencio de una noche de escarcha, se sentirá dispuesto a creer que algo de verdad tiene que haber en la afirmación de Salvador Teruelo. Y en los cuentos y tradiciones sobre el carácter artero y malicioso de quien desde siempre ha sido considerado encarnación del mal. Oyendo su lamento por los páramos de Castilla es fácil dar por ciertas las historias repetidas por todos los territorios lobiegos, que hablan de animales que trotan durante kilómetros junto a caminantes extraviados, para poner a prueba su valor y saber si pueden atacar; de machos atrevidos que entran en las tenadas para arrebatar los corderos de las manos del pastor; o las historias de fidelidad de aquellos lobos, monógamos estrictos, que pasan la noche lanzando lamentos de dolor en el lugar en que fue abatido su compañero, y de los machos que saltan los muros de los corrales para recuperar la piel, puesta a secar, de su hembra muerta.
A la luz del día uno se vuelve algo más escéptico.
Volvamos a la oscuridad. Noviembre y diciembre son buenas épocas para intentar una escucha nocturna. En España el lobo aúlla poco, quizá porque no es bueno delatarse en una tierra donde se les ha perseguido con saña. Pero de vez en cuando hay que mantener las formas, y los líderes de las manadas, los llamados lobos alfa, convocan esporádicamente a su tropa, de la que todavía no se han emancipado los cachorros de la última primavera. La discreción de los adultos topa con las ganas de jugar de los jóvenes, que responden con un griterío de ladridos y gañidos agudos y destemplados.
Animales sociales por naturaleza, los lobos mantienen un elaborado sistema de comunicación, una estricta jerarquía.
El olfato y la vista juegan un importante papel; pero en las distancias cortas, la voz desempeña un papel importante. La segunda parte de la grabación a la que acompaña este texto ha sido realizada dentro de una manada de lobos controlada, que vive en semilibertad en el Centro de Naturaleza Cañada Real, en Madrid. Son momentos de gran tensión. Ante la comida las convenciones sociales no sirven y la jerarquía hay que demostrarla. Los lobos gruñen, amenazan, bufan y cuando no hay más remedio, se imponen a dentelladas. Las peleas son frecuentes, y los abandonos también: nada más lastimero que los bufidos de inquietud y los lamentos de sumisión.
Terminada la comida toda la manada empieza a aullar al unísono. Dentro del coro se pueden seguir las voces, las modulaciones de cada uno de ellos, lo que denota cierta individualidad. Cuando se habla de animales no conviene hacer comparaciones con los sentimientos humanos, pero es difícil no percibir un cierto deje de tristeza en algunas voces, de alegría en otras.
Sea como sea, de vuelta a los páramos castellanos, la greguería de Ramón cobra su significado. La noche parece más oscura, más fría.
Páramos de Valladolid, con Juan Carlos Blanco, una de las pocas personas que saben dónde aúllan los lobos, noviembre de 1.999.Cañada Real, con Pepe España, verdadero lobo alfa de la manada, primavera de 2008